Título
Xtreme Games 1
¡Hola, amantes del riesgo! Os presento una serie de juegos individuales no aptos para cardíacos: los Xtreme Games! Estos juegos extremos callejeros se basan en cuatro elementos legendarios: la peonza, el yoyó, el diábolo y el boliche. No temáis porque estos juegos no son tan peligrosos ni controvertidos como una partida de Trivial que, como ya sabréis, han desencadenado a los largo de las últimas décadas olas de violencia en numerosos barrios, llegando incluso a separar grupos de amigos, parejas y familias enteras.
Todos recordamos La tragedia del Trivial del 96, organizada en una tranquila casa del aún más pacífico barrio del Carmen en Valencia. Un grupo de amigos jugaba alegremente a este juego del demonio cuando llegó la fatal pregunta: “¿Cuál es el retrato más insigne del pintor renacentista Leonardo da Vinci?” El interpelado respondió con seguridad: “La Gioconda“. A lo que el dueño de la tarjeta replicó con sorna: “¡No! ¡La Mona Lisa!” El jugador que acababa de responder a la pregunta rebatió con cierto asombro ante el “desconocimiento” de su compañero: “¡Pero si es lo mismo!“. El jugador que hizo la pregunta gritó indignado y algo desconcertado: “¡Aquí dice La Mona Lisa y punto!“. Lo que ocurrió después, como ya sabréis, es historia negra de España. ¡Aquello acabó como el ball de Torrent! Todavía no entiendo cómo sigue siendo el regalo estrella de las Navidades, ni cómo pueden dormir tranquilos los creadores por las noches…
Volviendo al tema de los Xtreme Games (peonza, yoyó, diábolo y boliche), y debido a que los elementos son dignos de un profundo estudio sociológico, psicológico y, por qué no, mitológico, he dividido el material en dos partes. En esta primera parte me centraré en la peonza y el yoyó y en la segunda parte, abordaremos de lleno el temido diábolo y el boliche. ¡Buena suerte y que la puntería os acompañe!
La peonza y el yoyó
La peonza y el yoyó junto al diábolo y el boliche parecen los nombres de los miembros de una banda callejera. ¡Nada más lejos! Lo único que tienen en común con una banda callejera es que lo más sensato es estar en un espacio abierto como la calle y tener mucha precaución con ellos al empezar a manipularlos.
Estos juegos son considerados de habilidad o malabares, pero a mí me gusta llamarlos “Xtreme Games” o “juegos extremos callejeros”. De alguna manera y salvando las distancias, estos juegos me recuerdan a los deportes extremos que solo los más experimentados dominan y se atreven a practicar. La peonza, el yoyó, el diábolo y el boliche son juguetes que también conllevan un poquitín de “riesgo” porque requieren coordinación, habilidad y mucha práctica para adquirir la destreza necesaria para considerarse experto y, hasta que eso ocurre, alguien puede llevarse un chichón o algo de casa acabará hecho añicos. Segurísimo que recuerdas haber jugado con alguno de ellos en tu niñez, o recientemente si tienes hijos o sobrinos.
Hacer bailar la peonza no es cualquier cosa
La peonza (trompa, en mi pueblo) o trompo es uno de mis juegos preferidos. Hace poco vi a unos niños jugando con peonzas. Eran de plástico, llenas de dibujos ¡y hasta con luces que parpadeaban! ¡Qué diferentes a las que yo conocí! Robustas, de madera con muescas, cuerda para amarrar barcos y una punta con la que podías agujerear la calle. Vamos, diseñada por Chuck Norris. Incluso las hay profesionales, hechas de metal ligero. Supongo que todavía existirán las antiguas pero serán más difíciles de conseguir. De momento yo me he comprado la que más abunda en las jugueterías: un trompo acrobático Saturno modelo Roller. No es lo mismo, son de plástico, pero te acostumbras enseguida. Además, muchas de ellas tienen la punta diseñada para moquetas y suelos de corcho como el de los parques modernos. ¡Hablando de parques modernos! Viendo la seguridad del suelo y de todos los juegos y columpios en general de los parques de ahora, ¡¿No es un milagro que nosotros sigamos vivos?! En fin, mi hermano y yo solíamos jugar con nuestra peonza en la calle donde vivía mi abuela. Allí nos reuníamos con mis primas y otros chavales de la calle y competíamos por todo: a ver quién la tira más fuerte, más lejos, la hace girar más tiempo y… el recopetín: a ver quién conseguía subírsela del suelo a la mano sin que dejase de rodar. Quien lo conseguía se convertía en el amo de la calle.
Lanzar la peonza era todo un ritual. (Ahora tienes que visualizarlo a cámara lenta para darle dramatismo, ¿ok?) Coger la cuerda por un extremo, enrollarla alrededor de la peonza desde la punta siguiendo el surco de la madera hacia la parte más gruesa, asegurarnos de que teníamos el nudo del otro extremo de la cuerda bien sujeto a la mano, apoyar la punta de la peonza en el pulgar y sujetarla firmemente con el índice. Levantar ligeramente el brazo, contener el aliento durante un segundo y lanzar la peonza con todas nuestras ganas contra el suelo, en diagonal, sin perder la unión entre nuestra mano y la cuerda, que queda desenrollada y colgada de nuestro dedo. Mirada fija en la peonza que empieza a danzar describiendo círculos perfectos que nos hacían sentir campeones durante unos pocos segundos. ¡Qué rabia daba cuando te salía mal el tiro y la peonza salía volando o a rastras por media calle! ¡Hale! Paseíto para recogerla.
El yoyó: “auge y decadencia de una adicción”
Es triste pero así es. Mi yaya Consuelo solía cuidarnos a mi hermano, a mis primas y a mí algunas tardes y, por si no fuera bastante faena aguantarnos a los cuatro y darnos de merendar, la pobre tenía que soportar, con la paciencia de una santa, nuestros juegos dentro de casa. “Au, s’ha acabat! A jugar al carrer!” (¡Vale, se acabó! ¡A jugar a la calle!)- nos gritaba. Recuerdo aquella época como si fuera ayer… Imaginad la historia en blanco y negro, con música de jazz y una nube de humo.
“La fiebre del yoyó” llegó a la ciudad y nos volvimos todos locos. Había yoyós hasta en la sopa y, como eran baratos, si se nos rompía uno, al rato ya teníamos otro.
Nuestros padres y maestros también se llevaron su parte porque los yoyós volaban por toda la casa y jugábamos a escondidas en clase “cuando la maestra no se enteraba”. ¡Menuda colleja teníamos todos! Al principio nos limitábamos a enrollar la cuerdecita entre aquellos dos discos unidos (que parecían una galleta Oreo), metíamos el dedo índice en el extremo de la cuerdecita que formaba una especie de lazo y ¡venga! Yoyó arriba y yoyó abajo todo el día. La época dorada del yoyó había llegado para quedarse. Nos convertimos en yonquis del yoyó. Si nos castigaban en casa o en clase quitándonos el yoyó, éramos capaces de cualquier cosa para recuperarlo. CUALQUIER COSA. ¡Ahí, a lo loco! Recogíamos la mesa, tirábamos la basura, ¡NOS COMÍAMOS LAS LENTEJAS, SEÑORES! Si es que el mono es muy malo… Pero lo peor estaba por llegar.
Los medios se hicieron eco de la fama del yoyó y un día sacaron por la tele a unos chavales mayores jugando con el yoyó. ¡Qué digo jugando! ¡Haciendo malabares con ellos como si fueran una prolongación de su propio cuerpo!: los lanzaban hacia delante y hacia atrás, los hacían caminar por el suelo y hasta jugaban con las cuerdas para hacer figuras como un triángulo con el yoyó en medio. Así es como llegó la famosa etapa conocida como “ya lo has roto”, “casi me sacas un ojo”, “me has dado en toda la boca” y “deja en paz al perro”… fue una época muy difícil y triste. Nosotros intentábamos hacer todas esas acrobacias, soñando con parecernos a esos héroes de la tele y lo único que conseguimos fue dejar un reguero de chichones y destrucción allá por donde pasábamos con nuestro yoyó.
Fue así como se instauró “la ley seca del yoyó”. Los pocos afortunados que pudimos conservar nuestro adorado juguete nos reuníamos clandestinamente en los parques donde no iban los padres y allí pudimos seguir disfrutando de nuestro vicio. Algunos de nosotros incluso conseguimos hacer alguna filigrana en el aire, como las de la tele y, como ya casi nadie tenía yoyó, y los que teníamos ya habíamos conseguido hacer malabares con ellos, no tenía ningún sentido continuar con aquello. Era mejor dejarlo cuando aún estábamos a tiempo y ¡engancharnos a una nueva moda!