Título
Jugar a “pillar”, al “escondite” y a “un, dos, tres, pollito inglés”: revive la emoción de la caza.
¿La caza? Sí, señor. Además por un motivo básico y que es inherente a estos tres juegos: Los roles de los cazadores y de las presas. Una de las principales motivaciones que empuja a los niños a jugar a estos juegos es sin duda la emoción de cazar y ser cazado o lo que es lo mismo, pillar y ser pillado. Revive la emoción de la caza con los juegos infantiles: jugar a “pillar”, al “escondite” y a “un, dos, tres, pollito inglés” te harán ir de safari por un día (¡y gratis!). La satisfacción de ser rastreador o el estremecimiento de estar siendo acechado son sensaciones difíciles de describir ya que tienen algo de sadismo y de masoquismo. Por poner un ejemplo más esclarecedor, es como cuando miras una peli de miedo y está a punto de ocurrir algo horrible. Te tapas los ojos con los dedos de la mano pero dejas una pequeña rendija entre ellos porque en el fondo el morbo te tienta a saber qué está pasando. Esa es la emoción de ser la presa. El cazador es quien pone a prueba sus reflejos, su astucia y su velocidad para obtener la satisfacción de la victoria.
El juego de “pillar” o el “pilla, pilla” o “tú la ligas” no puede ser más sencillo: alguien corre hacia el grupo tratando de alcanzar a cualquiera e intercambiándose los roles cuando esto suceda. Pero realmente, la descripción normativa no le hace justicia a la realidad. Para nosotros era como la supervivencia en la selva, como un documental de animales salvajes de esos que echan en La 2 y que no terminas de ver porque te has quedado sopa en el sofá. El que pillaba era como un guepardo: rápido, peligroso y hambriento. El resto éramos como una manada de cebras acechadas que en cuanto veíamos al guepardo en acción huíamos en desbandada. Pero siempre había una cebra que, por despiste o por la propia astucia del guepardo, se separaba del grupo y entonces, amigo, era presa fácil.
Cuando jugaba a pillar de pequeña, el que pagaba y por tanto debía pillar podía tener dos actitudes posibles dependiendo del día: 1) perezosa, por tener que empezar a correr tras los amigos, sudando y agotado por los quiebros y burlas, dejando clara la poca destreza como cazador o 2) enérgica, saliendo a pillar como loco, a toda velocidad, moviéndose como un perfecto estratega, dándolo todo y terminando rápidamente su misión. En el segundo de los casos acabábamos todos empapados en sudor, con el pelo mojado y con la correspondiente bronca de tu madre: ¡¿Pero cómo vienes así?! ¡Tira a la ducha y a cámbiate de ropa que vas a coger una pulmonía! Para nosotros la palabra pulmonía había perdido ya su significado y era como una leyenda urbana. Intuíamos que era algo malo, una enfermedad, pero no conocías a ningún niño que la hubiese padecido por jugar a pillar.
Existía otra variante de este juego pero no tenía la gracia del original. Las normas eran las mismas pero la manada tenía el derecho de gritar “mare” y quedarse inmóvil en cuanto veía que su final como presa era inminente y así evitar su inefable destino. Nosotros decíamos “mare” que viene a ser como “salvado”. No sé cómo lo dirías tú pero ya me lo contarás. Para mí esta versión del “pilla, pilla” era muy tramposa y deslavazada, pues el cazador rara vez tenía éxito y todos se salvaban. ¡Eso no se valía! Por este motivo existía hasta una tercera variante del juego, esta vez un poco más coherente y menos tramposa. Era idéntica a la anterior pero en vez de decir “mare” en el último segundo salvándote siempre, se acordaba un lugar muy concreto de la calle que tuviera este poder de socorrer a las presas. Por ejemplo, “la ventana de mi yaya es “mare” o una baldosa de la pared o la acequia o la puerta de la tía Patro… ¡Así sí! Esto tenía muchísimo más sentido y daba bastante más emoción al juego que la patochada anterior. Pues así crecimos: nos despellejamos las rodillas, no caíamos de morros, nos tropezábamos con la acera, nos dábamos contra cualquier coche, aguantábamos las broncas de las vecinas a las que no dejábamos descansar… y todo por sentirnos infalibles cazadores o astutas y victoriosas presas.
¡Que voy, que voy!
El juego del escondite implica algo más que la emoción de la caza porque la presa no puede huir, tan solo esconderse de su depredador. La dinámica es la siguiente: el que “paga” debe cerrar los ojos, estar cara a una pared o árbol (cualquier cosa que asegure aún más su ceguera), dar la espalda al resto de jugadores y contar hasta ¿20?, ¿50?, ¿100? No lo recuerdo pero teniendo en cuenta lo vagos que éramos, yo apostaría por 20 o 30 como mucho. Durante ese tiempo los demás corren a esconderse en el mejor lugar que encuentren. Cuando el que “pagaba” gritaba: ¡Que voy, que voy! Era la señal de que empezaba la cacería.
Si estábamos en la calle las opciones se reducían a detrás de un coche, en los dinteles de las puertas o dentro de la acequia (vacía, claro está). ¡Ah! Y no se valía entrar dentro de ninguna casa. Después de dos o tres partidas acabábamos más aburridos que una mona porque los escondites estaban muy limitados. La única emoción era despistar al cazador con ruidos o risitas y que otro amigo pasase desapercibido y consiguiera llegar antes que él al lugar donde había estado contando y gritara: ¡Por mí! Era el primer salvado.
Si el cazador encontraba a alguien, este último sería el siguiente en “pagar”, pero aún nos quedaba un as guardado en la manga. Los demás compañeros iban cayendo uno a uno o conseguían llegar a “mare” y salvarse. Pero el último escondido, ese, tenía una misión más importante que salvar al soldado Ryan: tenía que hacer un último esfuerzo, distraer al cazador y correr como el viento para llegar a “mare” antes y bramar: ¡POR MÍ, POR TODOS MIS COMPAÑEROS Y POR MÍ PRIMERO! Tienes que imaginártelo todo a cámara lenta para darle más dramatismo y emoción a la escena de la victoria. Tras la valiente hazaña del último soldado que se arriesgó por todos nosotros, el que “pagaba” volvía a “pagar”.
La cosa era bien diferente si jugábamos dentro de la casa de mis abuelos. Eran otras normas. Solo jugábamos los de casa: mi hermano Sento, mis primas Lorena y Demelza y yo. No importaba quien pagara o quien se escondiera. Aquello de pronto se convertía en una mansión encantada en la que había que averiguar qué criatura se había escondido en qué rincón y cómo de espeluznante iba a ser ese encuentro (tanto para el cazador como para la presa).
La casa de mis abuelos era bastante grande y más para cuatro mocosos como nosotros. Estaba la planta baja con el recibidor, una salita de estar que daba a la calle y donde mi yaya solía coser y mi abuelo leía novelas; el comedor, la cocina, un baño, el patio con plantas y ropa tendida (para nosotros, era el corral pero sin animales de granja si nos exceptuábamos a nosotros mismos), el lavadero, oscuro y con una escalerilla que daba a “les golfes”, una especie de altillo donde los labradores guardaban las frutas, verduras y herramientas de trabajo; y por último, “el rebost” (la despensa) que ocupaba una habitación pequeña, llena de comida, delantales y baberos. ¡Eso solo en la planta baja! El piso de arriba era más diáfano pero el camino se podía hacer tortuoso.
La casa estaba en silencio mientras mis abuelos y mi tía Consue estaban en la salita. Las escaleras se subían con facilidad pero también con temor, pues al final de dichas escaleras había un armario empotrado a mano derecha solo cubierto por una cortina. Después la luz tenue volvía a aparecer en los dormitorios de mis tías, el de mis abuelos y el de mi padre. Había una puerta que conducía a la terraza pero siempre estaba cerrada. En fin, aquella casa al atardecer y con sus únicos inquilinos en una misma habitación se convertía en una especie de pasaje del terror. No había que correr, nadie se iba a salvar. El cazador solitario debía explorar la casa de arriba abajo para encontrarnos, despacio, con miedo a que se le apareciera el fantasma de Espinete y procurando no sufrir un infarto al ver algo moverse, escuchar un leve susurro a sus espaldas o al encontrarnos a todos de golpe y gritando debajo de alguna cama. ¡Claro! Luego no podíamos dormir.
¡Un, dos, tres, pollito inglés!
Pues resulta que investigando un poco sobre este archiconocido juego he descubierto que mi amado pollito inglés tiene más nombres dependiendo de la región donde se juegue. He averiguado vía Wikipedia que también es conocido como “chocolate inglés”, “escondite inglés”, “zapatito inglés”, “soldadito inglés” y ¡hasta “la moda del Corte Inglés” he llegado a leer! Una cosa está clara: la nacionalidad del pollito, del zapatito, del soldadito, etc. Hasta donde he podido indagar, el origen del juego es desconocido. Lo que sí conocemos son reglas. A saber, hay alguien que “paga” (para variar) y se coloca cara a una pared, apoyándose en ella con uno de los antebrazos para taparse los ojos. Con la otra extremidad libre, quien “paga” da palmadas sobre la pared, marcando el ritmo de la tonadilla: un – dos – tres – po – lli – toin – glés (cada guion representa una pausa entre palmada y palmada).
Nada más recitar la rima, el que “paga” debe girarse tan rápido como pueda. ¿Por qué? Aquí viene la gracia del juego: el resto de jugadores (los que no “pagan”) se sitúan al comienzo del juego a varios metros de distancia de la pared (línea de salida) y mientras el compañero que “paga” está dando palmadas sin mirar, los demás deben avanzar hacia él tan rápido y a la vez tan cautelosamente como puedan porque en el momento en que su amigo se dé la vuelta, todos deben quedarse inmóviles tras él como una estatua. Si alguien se mueve o pierde el equilibrio y es “pillado”, deberá volver a la línea de salida con su correspondiente desventaja con respecto al resto. Si por el contrario, alguien consigue tocar la pared sin ser pillado en ninguna maniobra, ganará y le tocará ser el cazador, “el que paga”. Solo con acordarme del juego ya me entran mariposas en el estómago y esa histeria propia de los niños por la emoción y los nervios de correr el riesgo de ser presa del cazador. Subidón total de adrenalina y risas garantizadas.
Mis amigos y yo a veces jugábamos al pollito inglés en el patio del recreo pero era un rollo porque continuamente se cruzaban a nuestro paso otros niños que no estaban en nuestro juego. Lo mejor era cuando jugábamos en la calle de mis abuelos. Esa famosa calle donde solo entraban los coches de los vecinos porque no tenía salida. Daba a la acequia y a los naranjos. Encima, como la casa de mis abuelos estaba cerca del final de la calle, pues figúrate la tranquilidad de nuestros padres y abuelos. Lo peor que te podía pasar es que te pelases alguna rodilla o se te cayera el bocadillo de la merienda al suelo. Ambas fatalidades remuneradas con su correspondiente “carxot” (colleja).
Pues allí nos pasábamos las horas después de cole, cuando ya alargaba el día y hacía bueno. Mis primas Lorena y Demelza, mi hermano Sento y yo solíamos jugar con otros amiguitos de la calle, nietos de los vecinos de mis abuelos (María, Miguel, Pepe, Cristina, Enrique, Rafa, Raquel, Sergio…). Los que solían dar más problemas eran dos hermanos, pero no era culpa de ellos. Estos dos hermanos tenían una abuela… ¿cómo decirlo? ¡Sobreprotectora! ¿Por qué? Pues porque nosotros, como niños que éramos, solucionábamos nuestras diferencias por nosotros mismos, aunque fuera enfadándonos y pronunciando el mítico “ya no te ajunto”. Pero esta señora siempre estaba vigilando y en cuanto un nieto suyo se quejaba por cualquier tontería, salía hecha una furia y nos reprendía al resto a grito pelado, como si fuésemos delincuentes.
Este pollastre de origen anglosajón ha sido sin duda uno de los juegos que más polémica, desavenencia y ruptura ha suscitado en la historia de la humanidad. Frases como “¡Te has movido!”, “¿Yo?”, “Eres un “tramposero”, “De eso nada, ¡a pagar!”, “Es que siempre vas a por mí”, “No lo digas tan rápido que no da tiempo a nada”… caldeaban el ambiente y podían desembocar en tirones de pelo, mordiscos, arañazos en la cara, empujones, patadas y la señora metomentodo cacareando por toda la calle. Era aquí cuando nuestros padres y abuelos salían a la calle alertados por el escándalo que formábamos afuera y actuaban como los antidisturbios. ¡Aquello sí que eran represiones y no las de los años ’60! Nos separaban como podían, nos llevaban a rastras hacia casa, como en el planeta de los simios (solo faltaban las redes), y allí nos retenían indefinidamente sin juicio ni veredicto. Encerrados y castigados sin poder jugar ni ver la tele, nos dedicábamos a discutir sobre lo que había ocurrido y siempre llegábamos a la conclusión: que nosotros no habíamos hecho nada malo y que la culpa era de “la abuela gritona”. Los otros padres y abuelos al igual que los nuestros, por educación, por no discutir y dar mayor importancia a aquellas cosas de niños, nos hacían entrar a casa sin mediar palabra con aquella señora a la que tenían por una exagerada.
Así y todo, cuando jugábamos al pollito inglés de buen rollo nos reíamos muchísimo. Cuando avanzábamos y debíamos detenernos, a veces nos quedábamos petrificados con posturas graciosas, haciendo caras de burla o en equilibrio, para hacerlo más emocionante y divertido. Muchas veces hacíamos tanto el payaso que, al mirarnos de reojo, nos partíamos de risa, perdíamos el equilibrio y acabábamos todos por los suelos, muertos de risa, con dolor de tripa, a carcajada limpia y de vuelta a la línea de salida. Recuerdo a nuestra amiga María con especial cariño, porque la pobre sufría constantemente ataques de risa tan grandes, que tenía que entrar a casa de su abuelo a toda prisa porque se meaba de la risa, literalmente. Tenía una risa muy contagiosa y nos lo pasábamos genial con ella.
Esos años, aunque los recordemos a trozos o a días, siguen ahí como un puzle en algún lugar de nuestra memoria y, seguro que sin mucho esfuerzo tú también recuerdas a tus amigos del cole, hermanos, primos y vecinos jugando a pillar, al escondite y al pollito inglés. Me encantaría leer tus experiencias y recuerdos de la niñez con estos y otros juegos parecidos. Bueno, me voy que me llaman para merendar. Luego seguimos jugando, ¿vale?
Que comience tu cacería.
¿Has conseguido reunir a los valientes que te acompañaran en tu expedición a la selva? ¿Todavía con vergüenza de salir al fresco, a la montaña o donde sea para desinhibirte y poder jugar a todo lo que siempre has querido pero de adulto? Ya sabes lo que te voy a decir, ¿no? ¡Arreando al club de los sin-vergüenzas nen! A estas alturas ya deberíamos pasar un poco más de todo y asumir que la vida son dos días y uno está lloviendo. Ve donde quieras, donde te sientas más a gusto, más seguro pero sobre todo hazle un favor a tu autoestima y consigue un poco más de seguridad en ti mismo permitiéndote un sencillo capricho: durante un día a la semana, al mes, al año… Juega como un niño, sin reloj, sin después, sin avergonzarte. Aventúrate a salir a la calle y mostrarte como alguien capaz de jugar con amigos o incluso con sus hijos a los juegos que más nos hacían sudar a todos: a “pillar”, al “escondite” y al “pollito inglés”. ¿Recuerdas cómo jugabas de niño, cómo disfrutabas corriendo, maquinando, arriesgando…? Regálate un poquito de felicidad infantil.
Como ya habrás adivinado, necesitas ponerte ropa cómoda, a ser posible de deporte: un chándal, mayas, camisetas y calcetines de algodón y por supuesto zapatillas para salir pitando. No hace falta que te tires toda la tarde corriendo, que ya no estamos para esos trotes (al menos yo). Pero sí puedes jugar un ratito, descansar y volver al ruedo.
Supervivientes.
Correr es uno de esos ejercicios milagrosos que son buenos para todo: es cardiovascular, así que fortalece tu corazón, aumenta tu capacidad pulmonar y tu resistencia; ejercitas todos tus músculos incluidos los famosos abdominales. Por muchos abdominales que hagas en tu vida, no valdrán absolutamente para nada si no los combinas con ejercicios cardiovasculares: correr, hacer bici, nadar… Solo la unión hace la fuerza. Además, si estabas pensando en apuntarte al gimnasio, jugar a pillar será la solución perfecta: juego, hago ejercicio y encima me divierto y paso tiempo al aire libre con mis amigos o familiares. ¡Y gratis! Si es que todo son ventajas.
Muchas veces el miedo, la falta de autoestima y de confianza o la vergüenza hacen que nos repleguemos sobre nosotros mismos, encerrándonos y cayendo en una espiral sin comienzo ni fin que nos genera ansiedad y puede conducirnos a la depresión o a problemas de adaptación sin darnos cuenta. Salir con gente que quieres y que te aprecia, dejarte ayudar, realizar actividades pueriles aunque parezcan ridículas a tu edad, tomarte un día libre e ir a donde te plazca, sin dar más explicaciones y arrearte un helado con sirope de chocolate, nata montada, virutas de chocolate, almendritas picadas y servido en la Copa del Rey… eso no es tu vida cotidiana, solo un día loco que te debes a ti mismo y que mereces.
Los juegos que implican movimiento continuo como los tres anteriores nos ayudan a desestresarnos, ya que nuestro organismo descarga la tensión acumulada durante la actividad física. Cuanto más juegues, más resistirás y más tiempo querrás dedicarle porque tu cerebro comenzará a segregar endorfinas (ya sabes, esos neurotransmisores que producen una sensación placentera y de felicidad) permitiendo que logres desconectar de todo y de todos. En mi opinión, nunca el ejercicio físico había ayudado a tantísima gente a mantener en forma su psique, autoestima y confianza. Recuerda: revive la emoción de la caza con los juegos infantiles ¡y a correr!