Título
PASO 3: ¡súbete a una atracción de la feria!
¡Súbete a todas las atracciones que den canguelo! (o vergüenza…)
Adivina, adivinanza: es un lugar, hay tenderetes, hay juegos, comida “sana”, montas en sitios divertidos que hay que pagar primero, suena la música de Camela por doquier, siempre está lleno de gente, los niños y adolescentes son los que más lo disfrutan, de noche todo se ilumina ¡y puedes ganar una muñeca “chochona” o un perrito piloto…! Que sí, que sí, que has acertado, que es eso, ¡la feria! Icono adorado de nuestra niñez y adolescencia, recuerdos brillantes, con olor a fritanga de buñuelos de calabaza y sabor a algodón de azúcar. Así y todo, “feria” es una palabra (o más bien un concepto) bastante controvertido. Me explico: no es lo mismo la feria para un niño, que para un adolescente, que para los padres.
Para los niños, la feria es viajar al país de las maravillas. Así de simple y sencillo. Es más probable que aparques en el centro de Valencia en Fallas que un niño en la feria te diga: “Vámonos a casa ya”. Nunca se ha dado el caso. En cambio, para los adolescentes la feria es sinónimo de juerga, adrenalina y ocasión de ligar, lejos de los ojos de sus padres. Por último, para los padres caben dos posibilidades: 1) revivir los tiempos felices de la niñez y contagiárselos a tus tiernos retoños como buen padre primerizo. ¡Qué lástima! La mayoría intenta que el crío disfrute de todo el mogollón y el pobre solo quiere salir de aquello entero, a ser posible; 2) la resignación se te apodera: “habrá que ir, ¿no?”. Este es el típico caso de los padres veteranos. Llevan años y años de feria ininterrumpida y lo único que buscan es que sus cuñados se los lleven a todos (hijos y primos) y que revienten allí.
Pero si quieres dar el tercer paso para entrar en el club de los sin-vergüenzas tendrás que esforzarte de verdad: ¡Súbete a todas las atracciones que den canguelo! Y a las que te den vergüenza, también. Puedes subirte a la montaña rusa más peligrosa o al tren de la bruja.
“A la fira no vages si no tens diners, que voràs moltes coses i no compraràs res”.
“A la feria no vayas si no tienes dinero, porque verás muchas cosas y no comprarás nada”. He querido titular este apartado con este dicho de mi tierra porque refleja fielmente la realidad de los padres y sus hijos en la feria con eso del “quiero y puedo”.
¡Cómo cambia la cosa cuando los niños son algo más mayorcitos! (entre cuatro y diez años, más o menos). Es entonces cuando se ponen pesados de verdad. En cuanto oyen que ha llegado la feria a la ciudad, tu vida girará en torno a un torbellino de: “¿cuándo vamos a ir a la feria?, ¿cuándo vamos a ir a la feria?, ¿cuándo vamos a ir a la feria?” hasta que digas: “¡MAÑANA! Mañana iremos a la feria”. Eso era lo que hacíamos mi hermano y yo. A mi madre hasta le hacía ilusión ir a la feria: salir de casa, pasear, ver mundo… pero cuando pensaba en que tenía que aguantarnos toda la tarde, a los dos, sobrexcitados por las luces, la música y el azúcar, le cambiaba la cara. Si a eso le sumamos que también venía mi padre… No me extraña que la pobre volviera siempre a casa con dolor de cabeza. Es que éramos de traca. Parecíamos dos muelles que no paraban de moverse, de señalar, de preguntar, de pedir…
Mi padre no hacía más que mantener siempre su cartera a buen recaudo por si se la robaban, pero lo que no sabía era que los que lo iban a desplumar éramos mi hermano y yo. Bueno, no del todo. Él nos ponía un límite: “podéis subir solo a tres cosas cada uno (no estaba tan mal); así que os lo pensáis bien porque el papá ya no tiene más dinero”. Pero a nosotros todo eso nos entraba por un oído y nos salía por el otro. Estábamos demasiado ocupados viendo a otros niños disfrutando de las atracciones, oyendo al feriante de la tómbola, oliendo el inconfundible aroma del algodón de azúcar…
¡Ay! ¡Qué bien nos lo pasábamos y qué felices éramos! Nos encantaba subir a la mini noria, a los coches de choque, al tiovivo, y a nuestra preferida: ¡Los carricoches! Con su infinidad de vehículos para elegir, los vivos colores, las subidas y bajadas del circuito y las pelotas que colgaban en lo alto y pegábamos con todas nuestras ganas. Recuerdo un día en que mi hermano y yo subimos al carricoche y no pegamos a ninguna pelota y cuando bajamos mi padre se enfadó porque, según él, habíamos desaprovechado la mitad del viaje.
Disfrutábamos a tope de nuestras atracciones y, al terminar, aún con los pies en las nubes, confiábamos en nuestra carita de dar pena y en nuestros ruegos por subir a una más. ¡Qué ignorantes éramos! Nos estábamos enfrentando a nuestro padre, devoto fervoroso de “La Virgen del puño cerrado”, una persona cuya maestría en provocar lástima nos superaba en años luz. Nosotros poníamos la carita del gato de Shrek y le decíamos: “una más papá, una más, por fa…” Y él nos respondía, con un sonido de violín triste al fondo: “No puede ser… Es que el papá no tiene más dinero…” y nos enseñaba la cartera vacía, lo cual nos hacía pensar que éramos pobres. Mi hermano y yo no volvíamos a abrir la boca y regresábamos a casa, pensando en romper nuestras huchas y darle nuestros ahorros a nuestro pobre padre, que tenía la cartera vacía. ¡Un maestro! Me quito el sombrero.
¡Subidón, subidón!
Cuando llegas a la adolescencia, ¡qué te voy a decir! Los problemas se multiplican por mil, nuestro aspecto es, como poco… interesante (dejémoslo ahí). Nos quejamos por cualquier cosa, todo es un rollo, nos creemos más listos, más autosuficientes y más profundos de lo que realmente somos… pero es en esta fase de nuestras vidas donde nuestra sensibilidad está más a flor de piel y además, sentimos un terrible miedo al ridículo. Esto desvela nuestra gran falta de seguridad en nosotros mismos y nuestra escasa autoestima. Se trata realmente de una edad muy delicada, pero a la vez, decisiva.
Recuerdo perfectamente haber ido un par de veces con mi pandilla a la feria, sin carabinas, felices e invadidos por una indescriptible sensación de euforia y libertad. Enseguida formábamos dos grupitos: las chicas y los chicos. Pero todos solíamos elegir las mismas atracciones: “el barco vikingo”, “la noria gigante”, “la montaña rusa”, el “Super Loop”, la “la V”, “el pulpo”, “los coches de choque…” En resumen, las atracciones más “moviditas”. Personalmente, detestaba esta última atracción, mientras que a los chicos les encantaba. Se buscaban en la pista para después competir a ver quién había golpeado más fuerte al otro. Yo, solo por ahorrarme el bochorno y el mal humor de ser acorralada y golpeada por dos coches, prefería quedarme sola con alguna otra amiga y guardar los bolsos y carteras del resto. Nos entusiasmaba el hecho de poder comportarnos como nos diera la gana y subirnos a cualquier cosa, siempre y cuando alguien subiera contigo.
Conclusiones:
1) Nos movíamos en grupos para hacernos compañía (ya no teníamos edad para ir con nuestros padres, pero parecía absurdo y ridículo ir solo allí). Es lo que hoy se conoce como “dar la nota” (llamar la atención), por eso teníamos que ir en grupo y pasar completamente desapercibidos como individuos. De ahí que nunca nos separásemos demasiado; ya sabes, la manada.
2) Buscábamos atracciones consideradas “peligrosas, de riesgo o de mayores”. Por un lado nos provocaban una sensación única de subidón de adrenalina, hormigueo y cosquilleo por todo el cuerpo y la emoción de sentirnos casi ingrávidos, volando, y desafiando al mundo entero. Por otro lado, seguramente subíamos a aquellas atracciones para impresionar al grupo, aunque más de uno se quedaba en tierra firme al ver aquellos loops a tan gran altura.
3) También era una buena estrategia para deslumbrar al sexo opuesto, como un pavo real muestra su plumaje en época de celo para atraer a las hembras. Otro método para esto mismo era probar suerte en alguna caseta de tiro. Aquí el pavo en cuestión terminaba “desplumado” y se acababa la diversión. Pero a decir verdad, en aquellas salidas en busca de emociones fuertes, con las brillantes luces parpadeantes, la música en alto y los subidones de adrenalina, nada podía superar la impresión de un beso robado.
¿Has perdido la emoción de la feria?
No te voy a preguntar cuánto hace que no vas a la feria o a cualquier parque de atracciones porque como dijo aquel, “si hay que ir, se va”. La cuestión es: ¿Has subido tú últimamente a alguna atracción de esas que buscan los más temerarios? ¿Has experimentado recientemente esa excitante sensación de mariposas en el estómago, cara de velocidad, pelo de trol, temblor de piernas en lo más alto y sudor de sobaco? Si tu respuesta es “no”, solo admito tres excusas: 1) Padezco una enfermedad o circunstancia física que me lo impide; 2) Cuando subo me mareo y vomito; 3) la feria o parque de atracciones más cercano a mi casa está a más de 300 km.
Ya sabes lo que te voy a sugerir, ¿verdad? Considero que es un buen ejercicio que subas a una de estas atracciones que tanto canguelo dan para derrotar tus miedos y fobias más profundas. Si lo consigues, verás considerablemente aumentada tu autoestima y de paso, vencerás algunas de tus más irracionales manías. Se trata de una terapia de choque pero tampoco hace falta empezar por el temido “Booster”, esa especie de aspa gigante giratoria donde los pasajeros dan vueltas, sentados en una suerte de sofá con arnés en los extremos de las aspas.
Quiero animarte, no que te dé un yuyu. Pero sí podrías empezar por algo más suave como “la rana o el pulpo” (depende de la feria), o los coches de choque. Sube con tus amigos, hijos (si son mayorcitos), con tu pareja… De verdad que la diversión está garantizada. Yo subí con mi marido a la ranita hace poco y me dolía la tripa de tanto reír. Parecíamos dos críos. Mi marido es una persona a la que le cuesta mostrar sus emociones en público y se lo pasó genial, sonriendo todo el tiempo, riéndose de las reacciones de los demás y mirándonos como dos tontos. Solo te digo que volvimos a subir antes de irnos… En los coches de choque tuve que hacer un esfuerzo porque me estresa muchísimo que me golpeen. Solo subimos una vez, pero me propuse ser el cazador y no la presa. Me sorprendí a mí misma calculando el tiempo y el espacio necesarios para arrinconar “al enemigo” y planeando estrategias de evasión para evitar los golpes. Sencillos cálculos vectoriales que a una le salen cuando le da un subidón de adrenalina… Ese día sí me divertí, me desmelené y me sentí quinceañera otra vez.
Todas aquellas sensaciones perdidas regresaron a mí como si me hubiesen estado esperando durante todos estos años y me creía capaz de todo. Aproveché el subidón y me animé a subir a mi atracción archienemiga: la noria gigante. Desde luego, hay cosas que jamás se llegan a superar del todo.
Tengo vértigo selectivo. Por un lado soy capaz de asomarme sin problemas al precipicio más alto y sin quitamiedos, para horror de los que me ven hacerlo; me subo a muros de castillos y monumentos con caídas de muerte sin problemas (además burlándome de los que se asustan al verme); pero mi kriptonita es de otro tipo: me horroriza subirme a lo alto de las cúpulas de las catedrales cuando voy de viaje (aun así subo, hago fotos pero no despego mi espalda de la pared). Tampoco soporto caminar por uno de esos modernos suelos que se han puesto de moda, que son como de cristal completamente transparentes y que te permiten ver los pisos inferiores. Me tiemblan las piernas. Me agarro al brazo de quien sea y solo miro al frente hasta que se acaba el tramo.
Lo mismo me pasa en la noria, por un trauma infantil. Un día subí con mi hermano y mis primas Lorena y Demelza a la gran noria. Una vez arriba, Lorena creyó que darle golpes a la cabina y balancearla en lo más alto del recorrido era “gracioso”.Cuanto más le rogábamos que parase, más fuerte empujaba y más se reía. Me puse a temblar, me quedé blanca y no dije palabra hasta que nos bajamos. No lloré por vergüenza. Yo solo pensaba: “¡seràs filla de p***!” (Creo que sobra la traducción. Demelza, mi hermano y yo teníamos el corazón que se nos salía por la boca y solo nos faltó besar el suelo de la feria, como el Papa. Por lo menos Lorena se lo pasó genial. ¡Pa’ matarla!
Y nunca más volví a subir a la noria hasta que fui adulta. Subí tan tranquila, emocionada por lo que estaba a punto de hacer, pero cuando llegamos a la parte más alta, que quedé quieta como una estatua, sin apenas respirar, pero me fui relajando al mirar las estupendas vistas por las ventanas de la cabina. No me divertí tanto como esperaba, pero conseguir templar mis nervios, que no es poco.
Si estás dispuesto a regresar conmigo a la feria y buscas algo más potente, es hora de que te embarques en “el barco vikingo”. Seguro que lo conoces. No temas nada. Tanto si estás sentado como si te atreves con las jaulas, no te arrepentirás de haber subido. ¡Menudo subidón de adrenalina sintiendo que el balanceo es cada vez más pronunciado! Casi te da pena cuando empieza a decelerar.
Por último, te reto a que te subas a una de esas atracciones en las que te hacen firmar una póliza de seguro y te obligan a redactar tu última voluntad y testamento, antes de montar. JAJAJA. ¡Súbete a todas las atracciones que den canguelo! ¿Qué te creías, que se me había olvidado? Que no cunda el pánico. Estas atracciones no son para cualquiera. Hay que estar “mu loco” para subirse ahí, pero la gente sube. ¿Por qué tú no? Son máquinas seguras y todo el que baja de ellas no se arrepiente de haber subido. Es más, no paran de repetir lo flipante que ha sido la experiencia. Es el recopetín del subidón y de las emociones extremas. En fin, si quieres cambiar tu peinado y además conseguir un lifting gratis, ¿a qué esperas para desafiar las leyes de la gravedad y las tuyas propias? Este el tercer paso para entrar en el club de los sin-vergüenzas. Después de esto, nada ni nadie podrá detenerte.