Título
La Bella durmiente (montaje del director).
Como sé que controlas este cuento a la perfección, no te voy a aburrir con la archiconocida historia de la Bella durmiente, tan bien reflejada en la versión animada de Walt Disney: un bonito cuento de hadas en el que una bella princesa maldita por un hada envidiosa y rencorosa, finalmente es despertada de su sueño centenario por un hermoso príncipe azul. Se enamoran, se casan y son felices y comen perdices, ¿no?
Digamos que esa es la parte más lírica del cuento. ¿Y si te dijera que en verdad el relato es más largo pero se decidió contar hasta ahí? Sería extraño porque el final con resolución del conflicto y una boda suelen indicar que el cuento se ha acabado. Pero las adaptaciones más modernas son así: se intenta sacar la esencia del relato original pero omitiendo lo más grotesco, para suavizar el cuento y de este modo no traumatizar a los niños, esos angelitos inocentes a los que hay que proteger a toda costa de todo lo que suene a crueldad gratuita o lo que nosotros solemos llamar “realidad”.
Charles Perrault tendría algo que objetar al respecto, y es que la versión que él recopiló de la fábula no terminaba con el despertar, enamoramiento y casamiento de la Bella durmiente con el príncipe. El cuento sigue y la cosa se complica un poco después, cuando la joven conoce a su suegra. Lo sé, lo sé. “¡¿Pero cómo es eso posible?! ¡¿Que no se llevaba bien con la suegra?! ¡Pues será la única en el mundo!” Es extraño pero así fue. No congeniaban y el príncipe lo iba ya sospechando antes de presentarlas, se lo olía. Es lo que tiene tener una madre ogra. ¡Adiós! ¡Ya se me ha escapado! ¡Che! Te he revelado parte del misterio. Pues como lo lees: su madre descendía de ogros y era un mal bicho de cuidado. ¡Vamos, para darle de comer aparte! El cuento de la Bella durmiente continúa de la siguiente manera:
“El príncipe volvió a su reino pero ocultó su nuevo estado civil a sus padres. Mantuvo su matrimonio en secreto durante dos años y tuvo dos niños con la Bella durmiente: una niña, Aurora, y un niño, Día. El rey era de carácter afable pero su madre descendía de ogros y temía que pudiese comerse a su nueva familia.
Cuando el rey murió, su hijo heredó el trono y fue a buscar a su esposa. Todos festejaron su llegada y la de los niños con gran alegría. Tiempo después el príncipe se fue a la guerra, confió la regencia a la reina madre (su madre) y le pidió que cuidase a su mujer y a sus hijos.
Cuando estuvo fuera, la reina madre envió a su nuera y sus nietos a una casa del bosque para poder satisfacer sus horribles apetitos. Una noche dijo a su mayordomo que quería comerse a su nieta. El mayordomo, aterrorizado, trató de cumplir las órdenes pero fue incapaz. En su lugar cocinó un cordero y engañó a la ogra.
Otro día se le antojó a la monstruosa reina madre comerse a su nieto. Dio la misma orden al mayordomo y él la volvió a engañar de la misma manera. Por último, a la ogra se le antojó comerse a su nuera. El mayordomo, no sabiendo con qué engañarla, decidió matar a la joven pero tampoco pudo y le confesó todo lo que estaba pasando. La Bella durmiente aceptó su destino completamente rota de dolor, pues creía muertos a sus hijos. El mayordomo la tranquilizó y la llevó con sus hijos, escondidos en su casa. Después cocinó una corza y volvió a engañar a la ogra.
Una noche la reina madre oyó que su nieto lloraba porque su madre quería pegarle por haber hecho una maldad, y también oyó la vocecita de Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogra llena de ira por haber sido engañada, ordenó traer un enorme tonel que hizo llenar de sapos, víboras, culebras y serpientes para arrojar en él a la reina, a sus nietos, al mayordomo.
Los condenados estaban en el patio y los verdugos se disponían a echarlos al tonel, cuando el rey entró de repente a caballo. Preguntó muy sorprendido qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a contestarle y la ogra, furiosa al ver lo que pasaba, se arrojó de cabeza al tonel y en un instante fue devorada por los asquerosos reptiles que había mandado echar dentro. El rey no dejó de sentir disgusto, pues era su madre, pero pronto se consoló con su hermosa mujer y sus hijos.”
Los zombis
Siniestro, ¿verdad? Pues si te cuento la versión medieval de Giambattista Basile… ¡Flipas! Aunque nosotros de pequeños solíamos oír historias de ogros o brujas que comían niños, cada vez se hace más impensable que nosotros podamos contar esa clase de atrocidades a nuestros hijos sin acabar diciendo: “pero al final los niños se salvaron”, “la bruja recibió su merecido”, “un cazador abrió la barriga del lobo y remplazó a los que se había comido por piedras…”. Necesitamos esos finales. Necesitamos pensar que al final todo se arregló, incluso lo que no tenía arreglo. Se restableció el orden que nos aportará paz espiritual. Nuestra mente exige una catarsis, una satisfacción ante las injusticias, que no podemos o no sabemos evitar. La Bella durmiente y el príncipe consiguen su final feliz pero, como en el caso de Rapunzel, es un final amargo y un tanto inquietante.
Algo no termina de encajar en la historia pese a que reúne todos los elementos fantásticos y recurrentes de todos los cuentos de hadas: la dama en apuros, los encantamientos, hadas buenas, el valeroso príncipe, un ogro malo, un palacio, un final feliz… Pero hay un no sé qué que me da cosica, algo que tiene más que ver con el comportamiento de algunos personajes que con la propia historia. Tanto el príncipe como la bella durmiente y el mayordomo actúan de manera rara. La única explicación que encuentro a estos comportamientos, por similitud, es que son zombis. Pero no zombis como The Walking Dead, sino zombis de verdad (entiéndase como metáfora de aquello que en la magia negra ritual y tabú se conoce como zombi): un ser vivo al que se le ha desprovisto de vida poco a poco, reduciéndole el pulso y el latido hasta conseguir un estado de muerte aparente pero con movimientos inconscientes dentro de un cuerpo no muerto, pero tampoco vivo porque sus actos no son decididos por él sino por “otro”.
En otras palabras, leemos el relato y aceptamos el proceder de estos tres personajes pero no podemos dejar de tener la sensación de que lo siniestro habita en ellos. No actúan como se esperaría de alguien normal, sino que se comportan como si no fuesen dueños de su voluntad, como si un ente extraño y funesto hablase y actuase a través de ellos. ¿De qué otra manera podrían explicarse estas incógnitas?
1) ¿Cómo se le ocurre al príncipe (siendo ya rey) dejar a su mujer y sus hijos al cuidado de su madre, la ogra, conociendo sus inclinaciones y habiendo estado ocultando a su familia durante dos años por ese mismo motivo?
2) ¿Por qué la Bella durmiente se queda de brazos cruzados mientras sus hijos son secuestrados por fascículos?
3) ¿Por qué el mayordomo no tiene reparos a la hora de satisfacer los deseos de la ogra por muy macabros que sean, cuando desde el principio podría haber podido engañarla con las reses?
La respuesta a esta y otras muchas preguntas encuentran su respuesta en EL OGRO. El ogro provoca tal pánico en aquellos que le temen que sus comportamientos dejan de ser suyos y pasan a ser zombis, presas del miedo hacia el otro, lo siniestro, el hipnosapo; y actúan como poseídos. Naturalizan su comportamiento, se victimizan y creen que el motivo de su desgracia es la mala suerte, el destino, la culpa. Por supuesto la culpa es del ogro, pero la única manera de vencerlo es abandonar ese rol zombi y pasando a la acción.
Véase el parecido de la figura del ogro con la figura del LOBO que analizo en el artículo dedicado a las diferentes versiones de Caperucita Roja dentro de la sección La interpretación de los cuentos. Hallarás muchas similitudes pero también alguna que otra diferencia como, por ejemplo, el comportamiento de “las víctimas” con respecto a las figuras de PÁNICO.
La figura paterna/materna autoritaria: un ogro familiar
El príncipe no sabe enfrentarse a su madre, la teme y prefiere mirar para otro lado (huir a la guerra). Prefiere enfrentarse a la muerte que a su madre. En realidad el príncipe encarna a aquellas personas que temen enfrentarse a sus progenitores o a las figuras de autoridad porque los ven como monstruos incapaces de controlar su carácter violento o de reflexionar de manera racional. Esto ocurre principalmente con la figura paterna pero en este caso se encarna en la madre tirana. Sea como fuere, se trata de un ente abstracto que encarna el miedo irracional hacia la autoridad, adquirido en la niñez.
Este miedo es el más terrible de todos, pues nace en nuestra más tierna infancia, se imprima en nuestra frágil psique y nos deja una huella tan profunda que, a veces, parece que el paso del tiempo la ha hecho desaparecer. Nada más lejos. Ese miedo vuelve a aflorar en nosotros en cuanto debemos enfrentarnos a alguna otra figura que consideramos “de autoridad”. Esa figura resucita al ogro que creíamos muerto y sentimos que nos retrotraemos a nuestra infancia y volvemos a un estado de indefensión propia de la niñez en donde el miedo irracional se nos apodera y no sabemos cómo hacerle frente. Generalmente agachamos la cabeza y actuamos con obediencia, procurando no “despertar a la bestia”.
La ausencia del príncipe es metafórica. Debido al miedo que le tiene a su madre, prefiere desaparecer en cuanto huele los problemas para no tener que enfrentarse a ella. Él sabe que su madre, posiblemente por el miedo a ser sustituida y privada del amor filial, detestará a su familia política en cuanto la vea. El nuevo rey, lejos de interceder por sus indefensos hijos y esposa, decide “no ver” las humillaciones, el acoso y la injusticia con la que son tratados, hasta llegar a un punto dramático y traumático para todos. Solo al ver peligrar en extremo las vidas de su mujer e hijos decide “ser rey”, mostrar su disgusto ante el inaceptable comportamiento de su madre y de esta forma, la madre ogra decide quitarse la vida. Es decir, mediante el enfrentamiento directo y la muestra de la propia autoridad, “el ogro”, el miedo, desaparece. Se aparta y queda relegado a un segundo plano. El príncipe llora la muerte de su madre, pero sabe que es necesaria para garantizar la supervivencia de su propia familia. Las figuras de autoridad tiránicas deben ser puestas en su lugar correspondiente si queremos sobrevivir. El comportamiento del príncipe había sido inaceptable hasta el momento en que dijo “¡basta!” y cambió la suerte de su familia y la suya.
La sociedad tirana: un ogro juez y verdugo
Por otro lado, ¿cómo es posible que la Bella durmiente, reina (aunque no regente) se deje mangonear así por su suegra, enviada a una casucha en el campo, alejada de palacio, con sus hijos desapareciendo de uno en uno (dándolos por muertos) y sabiendo que la ogra planea comérsela? Este caso es más sencillo de entender, pero igualmente imperdonable. Sabed que en épocas pasadas, la mujer estaba predestinada a ser “el ángel del hogar” o “la perfecta casada”: se le exigían obediencia hacia su marido y familia política, realizar las tareas domésticas (o al menos organizarlas, en el caso de que se tratase de una mujer noble), recibir y entretener a su marido y a las visitas con sus talentos artísticos, tratar de ser una compañía agradable, educar a sus hijos… La Bella durmiente reúne todas estas cualidades al ser retratada como un personaje “bueno”.
Dicho esto, es lógico que tratase de complacer los deseos de su suegra por muy humillantes que fueran y aceptar la impasibilidad de su marido, pues le debía respeto y obediencia. Este tipo de miedo sería el miedo a no hacer o no ser lo que se espera de uno, el miedo a decepcionar, al qué dirán, etc. Es miedo a ser juzgado injustamente. Aquí se produce un error de base: dar por sentado que existe “un otro” al que se ha de agradar y que tiene el derecho de juzgarte. Nosotros otorgamos de entrada, un poder a “los otros” que no les corresponde en absoluto. También la princesa temía ser juzgada, ser vista como una mala esposa o mala nuera, mala madre… por eso obedecía a pies juntillas todos los mandatos de su suegra y ante la indiferencia de su marido.
Dado que el papel de la mujer estaba limitado al ámbito doméstico y a la sumisión, es “natural” que la nueva reina aceptara con resignación los caprichos de su madre política. Hasta aquí, su comportamiento podría ser “aceptable”. Claro está, siempre desde el punto de vista histórico, de mujer de la época de Charles Perrault (siglo XVII). No vayas a pensar que yo encuentro aceptable este comportamiento tan manso (¡ni hoy, ni entonces, ni nunca!). Lo que sí me atrevo a reprochar a la Bella durmiente es su indolente actitud ante la desaparición y supuesta muerte de sus hijos. Elegir el sacrificio propio no tiene porqué arrastrar a inocentes.
Sin embargo, cuando descubre su destino final, se muestra más apática que sumisa porque cree que en la muerte hallará la felicidad: por un lado pondrá fin a su esclavitud y por otro lado, se reunirá con sus hijos que cree muertos. Aferrarse a la muerte o a una vida feliz más allá de la muerte es un pensamiento recurrente en las personas torturadas, desesperadas y con sentimiento de culpa. Cuando la joven reina se repone al reencontrarse con sus niños, vive un corto periodo de “falsa felicidad”, pues cree que el hecho de permanecer ocultos les traerá paz al fin. Esto nunca suele durar mucho porque, de un modo u otro, la figura a la que tememos sigue acechando, acosando y reaparece en el momento más inesperado y con más violencia que nunca, por sentir que se le ha infravalorado, ridiculizado o insultado. Esconderse no sirve de nada si aquello de lo que huyes es la muerte. La muerte te encontrará a ti y a quien tú más quieres si no encuentras “armas” más eficaces con las que luchar. Busca esas “armas” porque están a tu alcance y úsalas para salvarte, para salvar a otros, no para esconderte.
Un detalle de la narración del cuento llamó poderosamente mi atención. La ogra descubre el engaño porque oye una discusión en casa del mayordomo. Aurora pide clemencia para su pequeño hermano porque la Bella durmiente quiere pegarle por algo malo que ha hecho. La única explicación posible que encuentro a este pasaje anecdótico es que, independientemente de los cachetes como castigo, la violencia engendra violencia. Los comportamientos suelen aprenderse y naturalizarse. Si la violencia está presente en nuestras vidas, es muy probable que la convirtamos en arma como vehículo de nuestra propia frustración.
El que manda: un ogro condescendiente (“perdonavidas”)
Y ¿qué me decís del mayordomo, dispuesto a secuestrar y matar niños y mujeres para satisfacer los deseos de un ser completamente malvado e irracional, al que teme lo suficiente como para no hacerle enfadar, pero no lo suficiente como para no engañarlo con el menú? En fin, una vez más nos encontramos ante otro tipo de miedo irracional, un tipo que nos enajena de la realidad, nos ofusca y nos empuja a utilizar todo tipo de artimañas para engañar a nuestro ogro particular al tiempo que nos engañamos a nosotros mismos pensando que así estamos a salvo de su ira. Hablando en plata, el temor a “cagarla”, el temor a nuestros superiores o a los que creemos por encima de nosotros, ya sea socialmente o moralmente.
Nace así el autoengaño, sin duda, la droga más poderosa para todos los infelices que esperan que todo cambie, por arte de magia. Por muchos golpes que te lleves, por muchas humillaciones de las que seas objeto, por mucho desprecio que recibas a cambio de tus desvelos, por muchas ilusiones que deposites… el autoengaño, creer que todo se solucionará, que todo pasará, es uno de los mejores inventos del diablo. En casa, en el colegio, en el trabajo, el autoengaño es lo que hace que te levantes por la mañana y te permite seguir ahí. Es lo que hace que creas que tal vez hoy sea un buen día; lo que hace que creas haber visto un gesto amable en el ogro. Deja esa droga o te destruirá, pues está en la misma naturaleza de las drogas el destruir al individuo que las consume. Este personaje, lejos de ser secundario, es una víctima más del miedo. Accede a todos los deseos de la ogra, por muy crueles que sean, pero su condición humilde y buena le empuja a revelarse, hacer el bien y alterar la realidad para su propia salvación.
Deconstruyendo al ogro
En resumidas cuentas, los principales personajes de este relato tienen algo en común: un ser al que temen más que a la muerte y un comportamiento equivocado que naturaliza el problema, se acepta, se vive con él y no se hace nada en absoluto para solucionarlo, salvo rezar para que se pase pronto: el comportamiento zombi. El miedo es la clave, siempre lo ha sido y siempre lo es. El miedo nos paraliza, nos achica, nos hace pasar por buenas cosas que no lo son en absoluto, ni para nosotros ni para los que nos rodean. El miedo nos impide ver las verdades más sencillas y elementales, nos impide actuar de manera coherente haciendo que los problemas se multipliquen. Tal es su poder, que quien lo utiliza en su favor para tiranizar, se cree superior; y el que lo sufre, se cree la propia causa de su desgracia. “No debí decirle, no debí provocarle, no debí hacer, no debí…” o “en qué mala hora se me ocurrió…” ¿Te suena? Y lo más obvio escapa a nuestra razón: el problema es “el otro”, el origen de mis desvelos. Pero, ¿por qué tengo miedo? Como dice Arya, uno de mis personajes favoritos de Canción de hielo y fuego, “el miedo hiere más que las espadas”.
Debo admitir que, aunque no soy una especialista, he observado que no hay leyes absolutas en esto de la psique, pero sí existen patrones de comportamiento que se repiten y nos dan un perfil de cada una de las patologías conocidas. Basándome en dichos patrones y en mi humilde opinión (solo como paciente curiosa), he llegado a la conclusión de que el origen de nuestro miedo irracional hacia otros se debe a que se establecen unos lazos de dependencia entre “el ogro” y “el niño”, siendo el ogro aquella figura que me causa o transmite miedo, y el niño, la persona atemorizada. El niño necesita al ogro porque solo su visto bueno hará que se sienta querido, aceptado o valioso. Le atribuimos una superioridad moral o intelectual de la que generalmente carece.
Por otro lado, el ogro necesita al niño, pues constituye el origen y perpetuación de su poder. El miedo alimenta a la bestia. Si el ogro obtiene lo que quiere cuando amenaza, usando el miedo como arma, esto legitimará cualquiera de sus acciones, por muy crueles que sean. Si comprueba que no hay pega ni rebelión ante sus actos de crueldad, asume que su rol es legítimo o aceptable ¿Por qué? Supongo que porque funciona, porque le hace sentir superior, que manda. Siente que lo controla todo y, si los demás lo aceptan, por algo será, ¿no? Será porque debe ser así.
La pregunta del millón es, pero ¿por qué necesita el ogro sentirse así? ¿Por qué necesita sentirse superior? ¡Ay, amigo mío! Me temo que es precisamente por todo lo contrario a lo que creemos que es. Normalmente, cuando alguien necesita demostrar su poder aprovechándose del miedo del otro, del que considera más débil, amenazando, es porque tiene complejo de inferioridad. Ni más ni menos. En el fondo es un infeliz, una pobre persona que necesita aniquilar (en el sentido helénico de la palabra: reducir a la nada) al otro para garantizar su existencia. Si realmente tuviera poder, no necesitaría afianzarlo con tanta violencia, ni tan a menudo. Son ellos los que se ven siempre amenazados, en peligro, debido a su total carencia habilidades o virtudes personales, de confianza en ellos mismos. Siempre se debe a carencias, como cualquier otro mortal. Disfrazan esas carencias, sus propios miedos o su ineptitud usando su poder sobre los demás. ¡¿Cómo?! ¿El ogro también tiene miedo? Pues claro. Todo ogro tiene su propio ogro.
El síndrome del molino de viento
A veces el miedo que sentimos está justificado y otras en cambio, no. En ambos casos se necesita ayuda y apoyo profesional, y no me refiero únicamente a doctores en psicología y psiquiatría (eso por supuesto), sino también a las autoridades institucionales competentes como policías, abogados y jueces. Muchas veces vivimos en condiciones “ilegales” sin darnos cuenta o dándonos cuenta pero incapaces de actuar: acoso sexual, acoso laboral, acoso escolar, malos tratos, amenazas, condiciones laborales propias de un taller ilegal de carteras de imitación en Tailandia, chantaje emocional, humillaciones… y el colmo: creerse culpable.
Si bien es cierto que nunca hay que perder la esperanza (como en el caso de Rapunzel) también es verdad que en la vida real no siempre obtendremos finales felices por muy buenos que seamos y es ahí donde nos interesa situarnos. ¿Qué hago en esos casos?, ¿Lo acepto con resignación?, ¿Me indigno?, ¿Me hundo?, ¿Lucho contra los molinos de viento a los que yo confundo con gigantes? Aunque no hay una respuesta buena o mala, o una panacea milagrosa, lo cierto es que sí se puede hacer algo contra esas situaciones que nos sobrepasan e incluso llegan a aplastarnos.
¿Recuerdas los molinos de viento? Pues bien, una de las claves sería no dejar que los molinos de viento se conviertan en gigantes. Intenta ver lo que realmente hay: un molino de viento, construido por nosotros mismos, que funciona como todo, con un mecanismo que puede actuar o dejar de hacerlo y es perfectamente fácil de desarticular una vez conoces su articulación y sus puntos flacos.
Sin embargo, si veo los molinos de viento como gigantes (seres temibles pero imaginarios, pues solo viven en nuestra mente) no sabré cómo vencerlos porque parecen inexpugnables, cuando en verdad no lo son. Únicamente son molinos que funcionan gracias a un sistema de compensación de fuerzas y que podemos desarticular cuando queramos. Esos molinos que parecen gigantes no son más que personas de carne y hueso que nos quieren hacer creer que son invencibles.
A otra cosa, mariposa o pon pies en polvorosa
¿Cómo superar el síndrome del molino de viento? Bueno, si nuestro molino ya se ha convertido en gigante, difícilmente se puede arreglar nada. Ahora bien, dependiendo del carácter y fortaleza de cada individuo, se llevará mejor o peor hasta que todo, o mejor dicho tú estalles. Lo ideal hubiese sido no cometer ese error de novato pero llegados a ese punto, es mejor dejarlo todo, olvidar y empezar de nuevo. Corre si es necesario. Es dificilísimo. Lo sé muy bien. Pero es factible al 100%, sano y una forma estupenda de aprender y crecer a nivel personal: con el tiempo los gigantes solo serán molinos, corrientes y molientes (válgame la redundancia), verás cuán simple es su mecanismo, la cantidad de puntos débiles que tienen (como tú, ni más ni menos) y darán menos miedo que un chihuahua con bozal.
No pierdas la esperanza: si eres lo bastante fuerte para dejarte ayudar por los que de verdad te quieren y aprendes a ver el mundo como lo que es, un lugar con injusticias pero completamente analizables y humanas (nada de monstruos invencibles), quizás obtengas tu ansiado final feliz.
Hola, Eva. Me ha encantado leer este post, porque utilizas los cuentos de hadas para dar consejos “de vida, de día a día” prácticos y muy racionales.
Yo creo que si nos hundimos porque no obtenemos un final feliz, nos estamos cavando la propia fosa. La vida no es justa, al menos no siempre, y no en todos los casos se obtiene lo que uno “merece” o cree merecer. Si lo asumimos y rebajamos el nivel de expectativas (los cuentos son sólo cuentos) estaremos mejor con nosotros mismos.
Un enorme placer leerte, Eva. Un beso enorme
Hola Chari!! Estoy encantada de saludarte desde aquí. Me alegro mucho de saber que te ha gustado mi post. Efectivamente, la vida puede llegar a decepcionarnos, pero hundirnos por no lograr un objetivo no es la respuesta. La vida es la vida.
Gracias por tus amables palabras y por pasarte.
Besotes, guapa.
¡¡ Brillante!! Debo agradecer a mi “suerte” haber hallado este blog. Es una de las cosas mas originales que he leído últimamente. Debo agradecer tu inquietud por tomar de eso que nos es común a los adultos (nuestra niñez) y hacernos ver la otra mirada, esa casi olvidada, del niño que fuimos y, porque no, podemos hacerla convivir sanamente con la realidad.
Como hombre, como padre, y como mèdico pediatra…GRACIAS. ,
Muchísimas gracias por tus apasionadas y motivadoras palabras, Santiago. Me siento muy halagada y feliz de que te guste mi blog. Suerte es encontrar personas curiosas y dispuestas a ser sorprendidas. Un abrazo muy fuerte. Espero poder seguir escribiendo artículos que te gusten tanto como este.