Antes de ponernos a jugar a lo loco en grupo o por equipos en plena calle, me ha parecido una buena idea que primero te des una vuelta por esta serie de artículos, porque me da en la nariz que, a lo mejor me equivoco, vas a tener vergüenza de salir a la calle para jugar de manera sana y libre a juegos como “un, dos, tres, pollito inglés” o “saltar a la comba”. ¡Únete al Club de los Sin-vergüenzas y aprende a realizar ejercicios para desinhibirte, perder el miedo a hacer el ridículo y expresarte libremente! El miedo al qué dirán y tu gran sentido del ridículo se entrometen entre tú y tu felicidad. Si me equivoco, mejor para ti: significa que tienes una gran seguridad en ti mismo, sentido del humor, alta autoestima, ningún miedo a hacer el ridículo y expresas libremente tus opiniones. Está clarísimo: ¡Eres un sin-vergüenza! En el mejor sentido de la palabra. En ese caso, estos artículos no irían directamente dirigidos a ti, pero puedes leerlos igualmente porque segurísimo que conoces a alguien vergonzoso, que todo le da corte, que siempre se siente ridículo y que nunca se atreve a hacer algo loco o espontáneo por si algún conocido lo ve…
No lo des por perdido y recomiéndale que lea estos artículos que espero le serán de gran ayuda. No solo podrás desarrollar tu faceta más fresca y audaz, sino que además (y esto es capital), podrás transmitir toda esa libertad de expresión, toda esa espontaneidad y naturalidad a los que te rodean y a los que educas. Vencer esos miedos irracionales: la vergüenza, la timidez, el ridículo. Apagar esa voz interior que te dice: “ya eres mayor para estas cosas” o “¿y si me ve alguien?” El triunfo sobre todos estos obstáculos te conducirán a la conquista de tu “yo” más auténtico, valiente, sosegado, y que da la justa importancia a cada cosa. No se trata de comportarse de manera infantil, sino de aprovechar las ventajas de ser niño: utilizar los comportamientos que solo son vistos con buenos ojos si los realiza un niño y conseguir que eso te dé mayor seguridad, libertad y valentía para enfrentarte a las injusticias y afrontar la adversidad con mayor calma y menos estrés o ansiedad.
Aunque te parezca extraño, cuando pienso en un modelo de adulto sin-vergüenza, me viene siempre a la cabeza Mario Vaquerizo. Sí, sí, el marido de Alaska. No pretendo que te pongas como objetivo parecerte a él, ni mucho menos. Es un espécimen único. Es un adulto que conserva lo mejor de ser un niño sin dejar de procesarlo todo como adulto (a veces). Está completa y absolutamente desinhibido y no tiene vergüenza de nada: ni de meter la pata ni de caerse, no tiene ningún sentido del ridículo, se ríe de sí mismo, habla en su inglés inventado, viste de manera estrafalaria y ¡LE DA IGUAL! La verdad es que se ha ganado la simpatía de muchos, gracias a esa inusual mezcla de rockero gótico “for-ever-young” y adulto atolondrado y divertido.
Como miembro fundadora del Club de los Sin-Vergüenzas, confesaré que a mí estos ejercicios me salvaron la vida hace ya tiempo. Si no hubiese aprendido a reírme de mí misma, habría acabado hecha una bolita arrinconada en reuniones sociales y laborales, en fiestas con gente desconocida o en discotecas.
Mi pre-adolescencia y mi adolescencia fueron algo traumáticas por culpa de mis complejos. Mi mejor amiga siempre era la guapa y yo, la simpática. He subsistido la mayor parte de mi vida social como observadora, acomplejada siempre por mi físico, intentando no llamar la atención y pasar desapercibida… No creía que fuera interesante en ningún sentido (físico o personal). Si algún chico intentaba ligar conmigo o decía que yo le gustaba, lo primero que pensaba era “lo han enviado sus amigos para reírse me mí” o “es que tengo un don para atraer a todos los bichos raros”.
Un día descubrí algo trágico pero sorprendentemente eficaz: si tú eres el primero en reconocer, reírte y hacer chistes sobre tus propios defectos, los demás se reirán contigo (no de ti) porque les demuestras que lo sabes y que no te importa. De este modo tan chocante, nadie puede utilizar “tus supuestos defectos” como arma arrojadiza para hacerte daño, porque tú eres el primero en reírte. Poco a poco, todo el mundo dejará de dar importancia a lo que ya no tiene sentido para ellos: los insultos o las burlas sobre el físico o rarezas pierden su poder si ya no hacen daño. Mientras aprendía esta curiosa técnica, me vine arriba y, muy poquito a poquito, fui deshaciéndome de la enorme carga que es la vergüenza. Para mí fue un camino muy lento, pues mis complejos y mi falta de confianza me habían acompañado desde la niñez. Pero la madurez (a un paso de la facultad), los buenos amigos (Jose, Miguel Juan, Cecilia, Mº Carmen) y mi novio (ahora mi marido) me ayudaron a ver que tenía una percepción deformada sobre mí misma (ni era tan fea, ni tan poco interesante), que todo el mundo se siente así alguna vez, que es natural y que lo más sano es superarlo. Al fin y al cabo, nadie es perfecto.
Hasta hace dos días, he estado recuperándome del golpe más duro que me ha regalado la vida. Lo has leído bien: regalado. Cuando la vida te atropella, te quedas aturdido durante un tiempo; pero cuando te levantas, renaces de tus cenizas, más fuerte. Para muestra un botón: no hace mucho, mi prima Sara se emperró en que “ya estaba bien de estar siempre encerrada en casa, en pijama y con los ojos rojos e hinchados“. Literalmente me arrastró una noche hasta “el lugar de moda en Valencia”. Mi prima enseguida fue poseída por aquella música ensordecedora y empezó a bailar, moviendo las caderas al ritmo de cada tema, levantando los brazos y balanceándose de manera muy sensual. A mí ya se me había olvidado todo aquello. Es más, intenté moverme un poco, para que mi prima viera que lo estaba intentando, pero a los cinco segundos paraba. Me aburría y me sentía tan desorientada como un pulpo en un garaje. Notaba que estaba a punto de sufrir otro ataque de ansiedad debido a mi agorafobia. De pronto, sonó una canción que sí conocía porque tenía años. Todo el mundo la conocía y, sin saber muy bien porqué, empecé a bailar como una loca. A ver si lo puedo explicar bien: ¡como una loca de verdad! Empecé a hacer todos mis bailes de broma patentados: “el baile del culo”, “soy ye-yé”, “el buceador”…
Mi prima paró de bailar y me dijo al oído, partiéndose de risa: “¿Pero qué haces?” Y yo: “bailar”. A la pobre le dolía la tripa de tanto reír. Yo estaba allí en la pista de baile, a tope con mis originales bailoteos y ella muerta de la vergüenza ajena que estaba pasando. La gente más cercana a nosotras nos miraba con cara de: “¿pero qué hace esa payasa?” Pues eso mismo. ¡A mí que más me daba que las demás chicas bailaran todas igual, moviendo sensualmente las caderas y el pandero, formando un círculo cerrado para ellas y con el cubata en la mano! ¿Acaso se lo estaban pasando mejor que yo? Lo dudo. Lo mejor fue cuando mi prima se unió a mí. Aquella noche nos reímos de nosotras y de los cuadriculados estereotipos sociales.
Sé que es difícil, pero créeme cuando te digo que serás más feliz si le das menos importancia al qué dirán. Si logras desinhibirte y dejar de lado tus complejos, comprenderás que la vida es demasiado corta y bonita para desperdiciarla en tonterías. Vive tu vida como si fueras el protagonista de una película y no como si fueras un secundario. No la malgastes intentando imaginar las insignificantes opiniones de los demás o intentando contentar a todo el mundo. No merecen ni una pizca de tu atención. ¡Yo sí pagaría para ver esa película! Así que ya sabes, ¡únete al Club de los Sin-vergüenzas! Y si ya eres un sin-vergüenza… ¿a qué esperas para contarnos tus trucos y experiencias?